No pronunciarás el nombre de Dios en vano
Amanda Giménez ha sido policía durante quince años pero tras una intervención en la que mata a un hombre, es expulsada del cuerpo. Este hecho la derrumba. A pesar de la hecatombe, tras una ardua rehabilitación, cree haber salido del pozo en el que se hallaba.
Un buen día, cuando parece haber recobrado cierta paz, recibe la visita de su tío, el cura franciscano, hermano de su madre, a quien conoce a duras penas ya que siempre ha vivido en el extranjero. Este parece encontrarse en un estado mental alterado y le confía algunos secretos que ha obtenido ilegalmente del archivo secreto del Vaticano.
Al día siguiente, es hallado su cadáver en un contenedor de basura con evidentes signos de violencia, un agujero en el cuello parece ser la causa de la muerte. Este hecho dramático, que según la policía parece ser casual, remueve el mundo de Amanda otra vez, ya que además de su muerte, se suceden otras de varios sacerdotes. Según hipótesis policiales, alguien enganchado a una droga llamada «droga caníbal» podría ser el autor de los cruentos crímenes.
Volverá a contactar con sus compañeros, esos que la juzgaron y la olvidaron, y se enfrentará a problemas con la justicia porque en el fondo no asume que ya no es policía. Intentará averiguar qué le ha sucedido a su tío y porqué, a pesar de que la Policía lleva la investigación y que ocultar pruebas puede provocarle otra hecatombe. Así es como conoce a John, un sacerdote amigo de su tío, que tiene una especial manera de ejercer el sacerdocio. Un hombre que conoce secretos poco éticos sobre la Iglesia y que esconde hechos oscuros de su pasado.
Lo que al principio parece una historia de venganza, se va perfilando como algo más complejo, algo que llevará a Amanda no solo a ahondar en sus sentimientos, sino a plantearse otras hipótesis más inverosímiles.