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El Beso de la Finitud

El Beso de la Finitud
Los que repiten aquello de que la vida es corta secundan un tópico lacrimógeno cristiano. A mi parecer, la vida dura justo lo que tiene que durar, aunque yo, como vosotros, firmaría doscientos años más, seguramente sin saber bien lo que hacía. En el tiempo que la Moira nos ha asignado (Chronos, no Aión, ya se sabe), tenemos ocasión de sobra para mostrar lo que somos o hemos aprendido a ser. Porque ahora imaginen que viven tanto, en extensión e intensidad, como Bob Dylan o Mick Jagger… ¿Cuánto no habrás aprendido, cuánto no habrás devuelto al mundo, tanto que no sabrías expresarlo jamás por mucho que editases álbum tras álbum o cd tras cd hasta el fin de los tiempos? Sócrates, el Jesucristo de la filosofía, murió porque ya no podía más de sabiduría, porque ese cuerpo de viejo de setenta años no daba ya más de sí en lo que a plétora de júbilo podía contener. Sócrates se suicidó ante el jurado de Atenas, esto es claro, pero antes formuló ante sus más queridos allegados su sueño más entrañado. Y este era sólo lo siguiente: una eternidad de diálogo. Lo cuenta Platón, el hombre que más le amó. A Sócrates no le importaba perecer por orden de los atenienses, siempre que el más allá consistiera en una interminable conversación con Homero, Hesíodo y, en general, todos los grandes escritores de su peculiar pasado, ese pasado de nuestro pasado... Esa conversación perpetua que anhelaba Sócrates no es más que la que cualquier lector pudiera iniciar hoy, tan sólo con abrir la Ilíada o Los trabajos y los días. La diferencia está, únicamente, en que en el Hades ni Homero ni Hesíodo callan al llegar a la última línea, sino que siguen hilvanando versos o quejándose indefinidamente cuando uno habla con ellos después de muerto. De modo que el sueño secreto de Sócrates fue la sabiduría, bajo la especie de la conversación, y Platón, el divino Platón, no hizo en su vida otra cosa que entregar a su querido maestro más materia sobre la que perorar. ¿Y si el sueño secreto de Platón, por su parte, fue únicamente ese: dar al gran Sócrates, ya difunto, nuevos temas sobre los que reflexionar en el Inframundo, no ya los temas de Homero o Hesíodo, sino aquellos recién inventados por su más devoto discípulo? Así, la Teoría de la Ideas no sería sino el más precioso regalo jamás hecho por amante alguno a su afable y anciano amado. Escribir para el más allá, no esperar de la realización de tu ansia más que proporcionar al borrachín de Sócrates un pretexto para no desfallecer en el Aión, el tiempo sin fin... Esa es, sin duda, una aspiración a la altura de la mejor de las culturas posibles, incluso en el centro mismo del maestrolm de la transformación digital. En el umbral de estos ensayos míos tan vehementes, tan improvisados en menos de un día la mayoría de ellos, pero que se proponen como un intento de ponerse al servicio de algo superior a la vanidad personal o la autogratificación filosófica, nada me queda por desear más que el que cuanto menos entretengan la larga y fructífera vida del amable lector, de mis amigos y desde luego de mis hijos, y si ya fuera posible también pues que complazcan en algo a mis viejos maestros en la eternidad circular y peripatética de los difuntos...

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