El legado de John Stott
Se dice que “no hay mal que cien años dure”. Yo espero que el bien que Stott ha hecho para la Iglesia y el mundo dure aún más, pero el cristianismo evangélico clásico que él representa empieza a mostrar claros indicios de crisis. Los predicadores americanos de moda no tienen la visión amplia de Stott, y el extremismo reinante hace que en muchos países ya sea inseparable cierta agenda sociopolítica conservadora del cristianismo evangélico. Parece haberse perdido su visión de la Iglesia en el mundo, no como una proyección internacional de lo que ocurre en Estados Unidos, vía internet, sino como el testimonio de Dios acerca de Cristo por su Santo Espíritu en cada cultura con toda su diversidad.
Stott creía en la verdad del evangelio, pero supo mostrarla con gracia y confianza a un mundo que veía perdido. Su humildad no era fingida, sino real. Su amabilidad era de una ternura conmovedora, pero cuando tenía que decir algo, lo decía. Hablaba con convicción, pero sin el afán de controversia que tienen muchos cristianos. Si había algo que le molestaba, era ese odium theologicum que despierta la religión en muchas personas. El centenario de Stott ha llenado de recuerdos a José de Segovia del tiempo que pasó en el Instituto de Londres para el Cristianismo Contemporáneo, donde él enseñaba a principios de los años 80. En él descubrió una mansedumbre y sencillez, tan grande como su fidelidad al mensaje bíblico y amor al Salvador.